Reconozco mi vocación urbanita y
asfáltica. No puedo vivir más de un mes fuera de mi ciudad. Esa ciudad que
bulle ruidosa, ajetreada discurre sin que el calor, el frío o la lluvia cambien
su aspecto. Me gusta observar a las personas que pasan deprisa, sin fijarse
casi en nadie. Cada una a lo suyo. Los niños, veloces, yendo hacia el colegio.
Los atascos también tienen su encanto, te da tiempo a pensar y analizar
situaciones y circunstancias cuando te ves metida en uno de ellos.
Me gustan los faroles que
iluminan mi ciudad, tan viva de noche como de día. Luciérnagas brillantes que
iluminan parques y jardines. Las rotondas llenas de flores que te incitan a
coger una, a escondidas, como si aún fueras una niña. Aquella niña que robaba
alguna flor del parterre en mayo para llevársela a la Virgen del “cole”. ¡Con flores
a María! Cantábamos, con nuestro ramito robado y la ilusión en los ojos. ¡Con
flores a María!
No por mi querencia a la ciudad y a las prisas dejo de tener como algo mágico lo que el campo, su vida y sosiego
otorgan a aquellos que, de vez en
cuando, tenemos la suerte de disfrutar algunos días.
El urbanita, o sea, yo misma,
cuando vemos un árbol frutal con sus frutos generosos en plena época de
recolección, nos sentimos como cuando un mago, ante los ojos de un niño, hace
aparecer una paloma de su chistera. No hay placer más exótico que el coger un
melocotón directamente de un árbol y comerlo. Su aroma no tiene nada que ver
con el que compramos en una tienda, ni su color, ni su sabor. Todo es mágico.
Hasta la temperatura a la que se encuentra el fruto al primer bocado es
distinta.
Recuerdo esa sensación, ese
descubrimiento hace algunos años…Para mi, era un tesoro el obtener una fruta
empinándome sobre las puntas de mis zapatos, elevar mis manos, tentar el fruto,
cortarlo…No fui capaz de comerlo al instante. Lo guardé como un tesoro, dorado
y rojo, cálido en mis manos, suave al tacto, aromático, en su sencillez
irrepetible y único. Hasta me dio algo de pena degustar su pulpa en casa. Si
hubiera podido, lo habría guardado, como guardo las flores secas que me retrotraen
a lugares o personas, evocando al mirarlas aquello por lo que, un día, las
guardé.
La ciudad no tiene eso. Madrid
tiene multitud de árboles, de hecho, Madrid es verde. Si tuviera que ponerle un
color a mi ciudad, sería el verde. No existe un solo rincón, plazuela o
recoveco que no tenga un árbol o un pequeño jardincillo. Pero no hay frutales.
En las ciudades del sur de España
suelen plantarse naranjos amargos que tiñen de ese color las calles, dando un
aspecto de bolas navideñas fuera de época. Madrid, no. Plátanos de sombra,
olmos, acacias de diferentes tipos, ciruelos rojos que dan muchas flores a
principio de la primavera pero ni un solo fruto en verano, cipreses,
aligustres, boj, incluso palmeras. Pero ni un solo fruto verás en mi querido
Madrid.
Quizás eso, tras plantar en mi
terraza plantas ornamentales y de flor, se me ocurrió que podría plantar algo
que diera fruto. Algo que llevara la magia del fruto que una planta te
ofreciera a mi casa.
Tuve la suerte de probar unas
uvas que tiene la facultad de saber a fresa, fragolinas se llaman. Me las
habían traído de Italia, más concretamente de Sarnano. Un maravilloso pueblo medieval italiano a la vera de los Apeninos. De
ellas, de la uva fragolina, se obtiene un vino muy especial, rojo y aromático,
con un indiscutible sabor a fresa. Frágola, en italiano y de ahí el nombre de
la uva y vino.
Me comentaron que estas cepas son
muy fuertes, no adquieren infecciones por hongos, ni otras enfermedades y que
se utilizaron, hace tiempo, para injertarlas con otras cepas de variedades más
indefensas contra infecciones para hacerlas más fuertes. Aquello me hizo pensar
que si eran fuertes contra las infecciones podrían ser fuertes para crecer en
el centro de una gran ciudad, con el ambiente inhóspito que ello conlleva y,
por supuesto, con la poca tierra que una maceta le podría ofrecer. Eso si, con
todo el cariño y cuidados que mis manos y corazón fueran capaces de ofrecerle.
Pedí que me trajeran unos sarmientos secos de la poda de febrero.
Fueron 5 sarmientos los que
planté hace 19 meses. De ellos tan solo dos prendieron y uno de ellos falleció
ante los meneos que mi gato le daba pensando que, aquél “palo” era un juguete
más para afilarse sus uñas. Quedó solo uno que mágicamente comenzó a verdear
con unas hojas casi peludas, de un verde intenso lleno de vida, alargó sus
ramas que como brazos abrazaron con fuerza el antepecho de mi azotea. Creció
mucho y este último febrero podé hasta dejar lo que se puede llamar un “cuerpo”.
El tronco, sería la rama guía y luego dos brazos. Parecía un palo seco en cruz.
En primavera, volvió a echar sus
hojas, más fuertes aún que las primeras y al poco tiempo las flores. Unas
flores insignificantes de un amarillento verdoso pero que preconizaban su
primera cosecha. Como así ha ocurrido. Como así ha llegado la magia a mi casa,
a mi terraza. Uvas fragolinas provenientes los plantones Italia lucen cual maravilla
colgando de mis antepechos.
He comido muy pocas, me daba pena
comerlas, tan bonitas, tan cálidas, tan dulces, tan irrepetibles, tan con su
sabor especial a fresa… ¡Son mías! Me digo. ¡Las he criado yo! Me asombro de lo
que es y significa algo que, en el campo casi no se le da importancia y al
trasladarse a una ciudad se convierte en un milagro.
Recuerdo, con una cierta
añoranza, las vistas que realicé con mis hijos al Jardín Botánico. Les llevaba
para que vieran no solo al viejo “Pantalones”, la palmera enorme del estanque o
las sequoias antiquísimas que allí se encuentran. Les llevaba, más que nada, a
la zona de horticultura para que vieran pimientos o berenjenas en sus matas,
tomates en flor y luego sus frutos. Lo bonitas que pueden llegar a ser las
plantas de cebollas o ajos. Les llevaba para que vieran la magia de la
naturaleza que no pensaran que las zanahorias “salían” del supermercado. Que en
una patata puede haber más `poesía que en un ramo de rosas. Tan solo depende de
las manos que las cuiden y de los ojos que las miren.
Lucen mis uvas al lado de
enredaderas floridas, entre jazmines y cañas indias. Las gardenias perfuman la
noche veraniega luciendo su impoluto blanco entre las hojas brillantes y
verdes. Verdes, verdes, verdes… El limoncillo, al más tenue roce, se une a la
mezcla de fragancias. Abajo, el jardín. Más allá, la vorágine de la ciudad que
despierta, las prisas, el gentío, los ruidos sin los que no podría vivir más de
un mes. ¡Pero en mi azotea se hizo la magia!