viernes, 5 de septiembre de 2014

La Magia de lo Sencillo


Reconozco mi vocación urbanita y asfáltica. No puedo vivir más de un mes fuera de mi ciudad. Esa ciudad que bulle ruidosa, ajetreada discurre sin que el calor, el frío o la lluvia cambien su aspecto. Me gusta observar a las personas que pasan deprisa, sin fijarse casi en nadie. Cada una a lo suyo. Los niños, veloces, yendo hacia el colegio. Los atascos también tienen su encanto, te da tiempo a pensar y analizar situaciones y circunstancias cuando te ves metida en uno de ellos.
Me gustan los faroles que iluminan mi ciudad, tan viva de noche como de día. Luciérnagas brillantes que iluminan parques y jardines. Las rotondas llenas de flores que te incitan a coger una, a escondidas, como si aún fueras una niña. Aquella niña que robaba alguna flor del parterre en mayo para llevársela a la Virgen del “cole”. ¡Con flores a María! Cantábamos, con nuestro ramito robado y la ilusión en los ojos. ¡Con flores a María!
No por mi querencia a la ciudad y a las prisas dejo de tener como algo mágico lo que el campo, su vida y sosiego otorgan a  aquellos que, de vez en cuando, tenemos la suerte de disfrutar algunos días.
El urbanita, o sea, yo misma, cuando vemos un árbol frutal con sus frutos generosos en plena época de recolección, nos sentimos como cuando un mago, ante los ojos de un niño, hace aparecer una paloma de su chistera. No hay placer más exótico que el coger un melocotón directamente de un árbol y comerlo. Su aroma no tiene nada que ver con el que compramos en una tienda, ni su color, ni su sabor. Todo es mágico. Hasta la temperatura a la que se encuentra el fruto al primer bocado es distinta.
Recuerdo esa sensación, ese descubrimiento hace algunos años…Para mi, era un tesoro el obtener una fruta empinándome sobre las puntas de mis zapatos, elevar mis manos, tentar el fruto, cortarlo…No fui capaz de comerlo al instante. Lo guardé como un tesoro, dorado y rojo, cálido en mis manos, suave al tacto, aromático, en su sencillez irrepetible y único. Hasta me dio algo de pena degustar su pulpa en casa. Si hubiera podido, lo habría guardado, como guardo las flores secas que me retrotraen a lugares o personas, evocando al mirarlas aquello por lo que, un día, las guardé.
La ciudad no tiene eso. Madrid tiene multitud de árboles, de hecho, Madrid es verde. Si tuviera que ponerle un color a mi ciudad, sería el verde. No existe un solo rincón, plazuela o recoveco que no tenga un árbol o un pequeño jardincillo. Pero no hay frutales.
En las ciudades del sur de España suelen plantarse naranjos amargos que tiñen de ese color las calles, dando un aspecto de bolas navideñas fuera de época. Madrid, no. Plátanos de sombra, olmos, acacias de diferentes tipos, ciruelos rojos que dan muchas flores a principio de la primavera pero ni un solo fruto en verano, cipreses, aligustres, boj, incluso palmeras. Pero ni un solo fruto verás en mi querido Madrid.
Quizás eso, tras plantar en mi terraza plantas ornamentales y de flor, se me ocurrió que podría plantar algo que diera fruto. Algo que llevara la magia del fruto que una planta te ofreciera a mi casa.
Tuve la suerte de probar unas uvas que tiene la facultad de saber a fresa, fragolinas se llaman. Me las habían traído de Italia, más concretamente de Sarnano. Un maravilloso pueblo  medieval italiano a la vera de los Apeninos. De ellas, de la uva fragolina, se obtiene un vino muy especial, rojo y aromático, con un indiscutible sabor a fresa. Frágola, en italiano y de ahí el nombre de la uva y vino.
Me comentaron que estas cepas son muy fuertes, no adquieren infecciones por hongos, ni otras enfermedades y que se utilizaron, hace tiempo, para injertarlas con otras cepas de variedades más indefensas contra infecciones para hacerlas más fuertes. Aquello me hizo pensar que si eran fuertes contra las infecciones podrían ser fuertes para crecer en el centro de una gran ciudad, con el ambiente inhóspito que ello conlleva y, por supuesto, con la poca tierra que una maceta le podría ofrecer. Eso si, con todo el cariño y cuidados que mis manos y corazón fueran capaces de ofrecerle. Pedí que me trajeran unos sarmientos secos de la poda de febrero.
Fueron 5 sarmientos los que planté hace 19 meses. De ellos tan solo dos prendieron y uno de ellos falleció ante los meneos que mi gato le daba pensando que, aquél “palo” era un juguete más para afilarse sus uñas. Quedó solo uno que mágicamente comenzó a verdear con unas hojas casi peludas, de un verde intenso lleno de vida, alargó sus ramas que como brazos abrazaron con fuerza el antepecho de mi azotea. Creció mucho y este último febrero podé hasta dejar lo que se puede llamar un “cuerpo”. El tronco, sería la rama guía y luego dos brazos. Parecía un palo seco en cruz.
En primavera, volvió a echar sus hojas, más fuertes aún que las primeras y al poco tiempo las flores. Unas flores insignificantes de un amarillento verdoso pero que preconizaban su primera cosecha. Como así ha ocurrido. Como así ha llegado la magia a mi casa, a mi terraza. Uvas fragolinas provenientes  los plantones Italia lucen cual maravilla colgando de mis antepechos.
He comido muy pocas, me daba pena comerlas, tan bonitas, tan cálidas, tan dulces, tan irrepetibles, tan con su sabor especial a fresa… ¡Son mías! Me digo. ¡Las he criado yo! Me asombro de lo que es y significa algo que, en el campo casi no se le da importancia y al trasladarse a una ciudad se convierte en un milagro.
Recuerdo, con una cierta añoranza, las vistas que realicé con mis hijos al Jardín Botánico. Les llevaba para que vieran no solo al viejo “Pantalones”, la palmera enorme del estanque o las sequoias antiquísimas que allí se encuentran. Les llevaba, más que nada, a la zona de horticultura para que vieran pimientos o berenjenas en sus matas, tomates en flor y luego sus frutos. Lo bonitas que pueden llegar a ser las plantas de cebollas o ajos. Les llevaba para que vieran la magia de la naturaleza que no pensaran que las zanahorias “salían” del supermercado. Que en una patata puede haber más `poesía que en un ramo de rosas. Tan solo depende de las manos que las cuiden y de los ojos que las miren.
Lucen mis uvas al lado de enredaderas floridas, entre jazmines y cañas indias. Las gardenias perfuman la noche veraniega luciendo su impoluto blanco entre las hojas brillantes y verdes. Verdes, verdes, verdes… El limoncillo, al más tenue roce, se une a la mezcla de fragancias. Abajo, el jardín. Más allá, la vorágine de la ciudad que despierta, las prisas, el gentío, los ruidos sin los que no podría vivir más de un mes. ¡Pero en mi azotea se hizo la magia!

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