martes, 19 de febrero de 2019

Más bonito que un San Luis

Leyendo,esta mañana, el artículo de Candela Sande, "Cruda realidad / Un estudio 'alerta' sobre la desigualdad en el reparto de tareas domésticas", en el digital Actuall, me vino a la memoria una mujer, que por lo peculiar, me llamó la atención en mi adolescencia.
Esta mujer regentaba una casquería en el mercado de Argüelles, era de estatura baja pero recia, siempre arreglada y luciendo un pelo negro cómo el azabache sin atisbo de canas aunque la edad nos inducía a pensar que era asidua en la peluquería.
Solía llevar un precioso delantal blanco con entredoses de tira bordada haciendo juego con unos manguitos impecablemente blancos. A mi, me recordaba mucho a las tenderas del mercado de la Boquería en Barcelona. 
Chocaba ver tanta blancura entre las vísceras que, sanguinolentas, despachaba con el desparpajo del que tiene oficio.
Algunas veces, si coincidías en horario, a eso de las 12 de la mañana, se acercaba al puesto un hombre alto, enjuto, se diría que hasta altivo en su perfecto trato y educación. Vestía con elegancia, calcetines, pañuelo y zapatos siempre a juego, camisa como recién planchada. Su pelo gris, engominado y un poco largo en la nuca. El ABC, bajo el brazo.
De esta guisa, aquél hombre entraba en el puesto, daba un beso a la mujer y se sentaba a leer el periódico. Era el marido de la casquera el cual, tras desayunar, venía a hacerle compañía a su mujer.
Recuerdo que aquella actitud, por insólita, pues normalmente las carnicerías y casquerías suelen ser atendidas por hombres, causaba algún que otro comentario entre las clientas, en mí, a qué negarlo, me intrigaba y "ponía la oreja" a todo comentario que se hiciera mientras esperaba a que me atendieran.
Un día, que él no estaba, una clienta preguntó por el marido a lo que la casquera contestó triste y preocupada:
- Le tengo con gripe en casa. Le dejé en la cama, ni siquiera probó los churros que le subí con el periódico.
La clienta, moviendo la cabeza, le dijo que le mimaba mucho. Que a los hombres no había que tenerles en ese plan.
Colocándose los manguitos y estirando el delantal, la casquera alzó la cabeza altiva, sus ojos eran un reto y dijo:
- Mi marido era torero, se jugaba la vida un día si y otro también. Con la sangre de varias cornadas compró la casa donde vivimos y esta parada en el mercado. Tras su ultima cornada, le pedí, le supliqué de rodillas y llorando que dejase de torear. Que mi vida era él y si le llevaba un toro me moriría.
Él me dijo que no podía pues no sabía hacer otra cosa. ¿Quién nos mantendría?
Yo; le contesté. Tú preocúpate de estar bien, de ser feliz y hacerme feliz a mi que yo te voy a tener más bonito que un San Luis. 
Y así le tenía, como un San Luis. Y ella, feliz. Y él, también. 
Me casé y el primer destino me llevó muy lejos de Argüelles, de la calle Ferráz, del Parque del Oeste y de la casquería del mercado. Pasados los años un día pasé por la calle Altamirano, por curiosidad, entré en el mercado...Muchos puestos cerrados, entre ellos, la casquería. Pregunté en otro puesto cercano qué había sido de ellos. - Se vende poco en el mercado. El barrio ha cambiado mucho, ya no hay familias con tres o cuatro hijos, cómo antes y para vender filetes de hígado por unidades, prefirió jubilarse.
Les imaginé tan felices como lo eran en mi adolescencia, viviendo en un pueblo costero del Mediterráneo, bailando pasodobles y amándose. Sonreí.
Ahora, que vengan cuatro papanatas y un estado a decir cómo tiene uno que vivir. Cómo tiene que ser felíz o si una mujer, porque le da la gana, tiene a su marido con los brazos cruzados y más bonito que un San Luis.